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A estas palabras, contó mi tío, Riquelmes se puso lívido
de ira, o tal vez de miedo. Nombrar en esos tiempos a Arze, a
las guerrillas que luchaban ya contra los españoles, era como
nombrar al diablo, como invocar fuerzas desconocidas que
podían cambiar el orden del universo. Por eso, el jefe de la poli-
cía quiso darle un escarmiento al Correvolando. Lo condenó
al calabozo, ordenó atarle las manos, encadenarle los pies y
dejarlo sin alimento, sin agua, sin luz.
A pesar de la paliza que había aguantado, el Correvolando
desafió aún a Riquelmes:
—Hagan de mí lo que quieran, no
servirá de nada. No existen muros ni
grilletes capaces de detenerme.
Y lo increíble es que fue cierto. Esa
noche lo encadenaron, lo encerraron,
pusieron guardias a su puerta, y ahí lo
dejaron.
Cuando al día siguiente volvió Ri-
quelmes con el alcalde, encontraron el
calabozo vacío, las cadenas tiradas en
el suelo, ¡intactas!