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Al salir de la escuela los niños iban a una casa que habían
acomodado como biblioteca. Allí había libros, juegos de mesa,
arcilla, pinturas, y muchas cosas interesantes. Pero no había
dónde jugar tomatera-tomatera, futbol, beisbol, tonga, carre-
ras o ladrón librado.
Al salir de la biblioteca iban a jugar en la calle.
Un día estaban brincando a la una la mula cuando pasó el
camión del verdulero. El chofer les gritó:
— ¡Quítense del medio que no dejan pasar los carros!
—¡La calle es libre! —contestaron los niños. Pero el camión
era mucho más grande y poderoso que ellos, así que fueron a
la parte alta del barrio a volar papalotes. En media hora todos,
toditos los cometas se perdieron, enredados en los cables de
la luz.
Volvieron a bajar y se quedaron en
una escalinata jugando pelota. Pero la pe-
lota siempre les caía en un patio o en los
techos de las casas.
Una vecina muy enojada se asomó
por la puerta.
—¡Se me bajan de ahí o les doy un
escobazo!
—¡La calle es libre! —contestaron
bajito. Pero no les quedó más remedio
que irse.
Cabizbajos, los niños volvieron a las
escaleras de la biblioteca y allí se sentaron
a pensar.
—Y si la calle es libre, ¿por qué no
podemos jugar? —preguntó uno.