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—¿Cómo he de recetar si no sé leer y
desconozco del latín?
—Toma primero casa grande, luego al-
quila o compra coche y después coloca, con
letras grandes, la placa que diga: “Médico,
cirujano y partero, alópata y homeópata”.
Cuando te llamen para asistir a un enfermo
fíjate dónde me paro. Si me ves a los pies
de su cama, dices que aunque parezca muy
malito, no hay que temer por su vida; pero
si estoy en la cabecera, entonces tomas el
pulso, meneas la cabeza haciendo signo ne-
gativo y dices, con tono magistral: “No hay
sino sólo Dios que lo pueda salvar”, no sin
antes aconsejarle a la familia que diga al
enfermo que arregle su testamento. Buena
propina te darán los herederos.
—Agradezco el favor, señora, y por
simpatía quisiera pedirle otro: mi esposa
está en vísperas de dar a luz y quisiera que
usted se hiciera mi comadre llevando a mi
hijo a bautizar.
—Si no es más que eso, te lo prometo
—dijo la Muerte que salió corriendo por-
que la llamaban dos grandes ejércitos que
libraban tremenda batalla.
Y el antes sastre y ahora doctor encaminose gustoso a casa,
donde encontró a sus muchachos pidiéndole pan a su pobre
madre. Cuando se abalanzaron sobre él, los aquietó con una
promesa que hizo pensar a su esposa que ya estaba demente,
infelicidad que se agregaría a la miseria.