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Él prometió para ese día comida de príncipes, que ya nunca
faltaría; ella lo creyó perdido de sus sentidos, pero el oro del
bolso dio para que todos pudieran comer, mucho y de lo me-
jor, en una buena fonda.
Mientras hijos y mujer duermen, va él a conseguir céntrica
casa y ropa para toda la familia, que al despertar encontrará en
lugar de sus hilachos. Cree soñar la esposa con la ropa interior
de lino y el vestido de seda, con la repentina riqueza, con el
coche que está esperándolos para llevarlos a su nuevo hogar.
Hecho un catrín, el apenas ayer miserable le cuenta lo del
capote, el oro y el secreto de ser el
non plus ultra
de los médi-
cos habidos y por haber.
Apenas él y su numerosa prole toman posesión de la casa,
se deja venir corriendo un mozo en busca del doctor, porque
su amo está grave. Sube al coche y se dirige a la casa indicada,
toda ella revuelta y en alboroto que suspende su llegada.
Conducido hasta donde se encuentra el enfermo, ve a su
comadre la Muerte a los pies de la cama; y después de muchas
pantomimas y en medio de un silencio sepulcral, dice el
improvisado doctor:
—Señores, la enfermedad es maligna,
pero nada hay que se oponga a mi ciencia.
Yo me comprometo a sanar al paciente en
ocho días: por ahora denle un baño de pies.
Y que venga a mi casa un mozo con dos bote-
llas para mandar unas cucharadas que debe
tomar cada media hora.
Un cartucho de papel le dio la señora a cambio de sus
servicios y él mandó llenar con agua las dos botellas que el
mozo traía, suficientes para que, a los ocho días, el enfermo
se encontrara en completa salud.
En otra ocasión el afamado doctor fue llamado a la casa
de un riquísimo caballero que moría sin que nadie diera con