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El Ogro estaba muerto de risa.
Le aseguraba al Gato con Botas que si él desapareciera de los
cuentos, los pobres héroes dejarían de serlo, pues ya no corre-
rían ningún peligro ni aventura, cuando, de repente, el Gato
con Botas lo interrumpió:
—Otro día hablaremos de eso. Aho-
ra tengo que irme, pues quiero entregar
la carta que escribí.
El Ogro vio la carta y, como conocía
al destinatario, le preguntó al Gato con
Botas:
—¿Cómo quieres que corresponda
el favor que me has hecho?
—Dame un buen consejo.
—Al lugar donde vas, sólo podrás
entrar cuando hayan dado las seis de la
tarde; entonces verás la ventana, que na-
die jamás ha visto, en lo más alto de la
torre más alta. Si eres astuto y ágil como
pareces, la ventana se abrirá y podrás
entrar. Ése es mi consejo. Y esta pizca de
pimienta, que tú sabrás cuándo utilizar,
es un regalito que quiero darte.
Y así, el Gato con Botas, con su car-
ta en el chaleco, con los diez panecillos
en su alforja, con la espada reluciente
y con la capa de seda, metió la pizca de
pimienta en la otra bolsa de su alforja
y siguió su camino.