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el sonido del viento. En eso, se escuchó
una voz que venía de quién sabe dónde.
Parecía que salía de la tierra porque era
hueca y tenebrosa:
—Soy Joaquín Murrieta. De seguro
has oído hablar de mí; vengo a confiarte
un secreto.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo el
señor en voz alta.
—Escucha con atención lo que voy a
decirte: en esta parcela enterré un mag-
nífico tesoro y quiero dártelo, pero con
una condición.
—¿Cuál? —preguntó Carmelo.
—Sólo tú puedes desenterrarlo. Nadie
absolutamente nadie más debe hacerlo,
porque aquel que lo haga caerá muerto,
y tú junto a él.
La voz se fue apagando. En un abrir y cerrar de ojos el des-
cabezado desapareció con todo y caballo. El señor se quedó
sorprendido. Después de un rato se subió a su troca y se diri-
gió al pueblo. Cuando llegó era tanta su emoción, que a todos
los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte.
Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela.
Pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres.
A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya
que por todos lados hacían hoyos con picos y palas; al cabo de
unas horas, uno de ellos gritó que había dado con algo. Se fueron
a ese lado del terreno y escarbaron con los rostros llenos de