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La
muerte
—Sí, debemos redimirlos. Hay que
incorporarlos a nuestra civilización, lim-
piándolos por fuera y enseñándolos a
ser sucios por dentro…
—Es usted un escéptico, ingenie-
ro. Además, pone usted en tela de juicio
nuestros esfuerzos, los de la Revolu-
ción.
—¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos
son irredimibles. Están podridos en al-
cohol, en ignorancia. De nada ha servido
repartirles tierras.
tiene
permiso
T±x²O: Edmundo Valadés / I³U´²µ¶C·ÓN: Santiago Mejía
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean
unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos
cuyo clímaX es siempre áspero. Poco a poco su atención se
concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga,
las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo
a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos
hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que
están ahí abajo, frente a ellos.