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Cenicienta las siguió con la mirada hasta perderlas de vis-
ta. Luego, corrió hasta la tumba de su madre y se echó a llorar.
Y estaba llorando sin consuelo cuando escuchó una voz que
le decía:
—¿Te gustaría ir al baile, Cenicienta?
Se secó los ojos y vio, casi sin creerlo, que había un hada
a su lado.
—Sí, me gustaría mucho ir al baile —dijo, sollozando—.
Pero, ¿quién es usted?
—Soy tu hada madrina y si quieres ir al baile, tenemos
que trabajar. Búscame una calabaza.
Cenicienta fue corriendo al huerto y trajo una enorme ca-
labaza. El hada la vació y cuando sólo quedaba la cáscara, la
tocó con su varita mágica y la calabaza se convirtió al instante
en una hermosa carroza dorada.
—Ahora —dijo el hada—, necesito seis ratones.
Cenicienta corrió a buscar la ratonera. Levantó la trampa y,
a medida que iban saliendo los ratones, el hada los iba tocando
con su varita y transformándolos en caballos engalanados.
—Nos hace falta un cochero —dijo el hada.
—Tal vez haya alguna rata en la ratonera —dijo Cenicienta.
Y sí, había una gorda rata de bigotes que el hada tocó con
su varita y convirtió en un cochero fornido y bigotudo.
—Y ahora, ve a buscar tres lagartijas que hay detrás de la
regadera.
Cenicienta fue a buscarlas y, cuando el hada las tocó con
su varita mágica, se convirtieron en tres elegantes lacayos
que se subieron a la parte trasera de la carroza y se sujetaron
allí como si no hubiesen hecho otra cosa en su vida.
—Bueno —dijo el hada—, ya tienes con qué ir al baile.
—Sí, es cierto —dijo Cenicienta—. Pero, ¿cómo voy a ir
vestida así?
Y le mostró al hada su delantal manchado de cenizas.