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—Tienes razón —dijo el hada y la tocó
con su varita mágica. En un instante, los
harapos se transformaron en un esplen-
dido vestido rojo, y sobre sus cabellos
apareció una peluca blanca y elegante,
llena de suaves bucles.
—Aún falta algo —dijo el hada y le
tocó los zuecos. Éstos se esfumaron y en
su lugar aparecieron dos hermosas zapa-
tillas de cristal, las más bellas del mundo.
Cenicienta se subió a la carroza. El hada le advirtió que
debía regresar antes de la medianoche, porque el hechizo desa-
parecería al dar el reloj las doce campanadas. Cenicienta así
lo prometió.
Iba feliz al baile del príncipe.
Cuando la carroza de oro llegó a palacio, el mismo prín-
cipe salió a recibirla. Tomó a Cenicienta de la mano y la llevó
hasta el salón donde estaban todos los invitados. Se hizo un
gran silencio cuando entraron: se interrumpió el baile y los
violines dejaron de tocar. Todos contemplaban mudos la radian-
te belleza de la princesa desconocida. Después de un momento,
se oyó un rumor:
—¡Oh, qué hermosa es! —murmuraban.
Cuando se reinició la música, el príncipe la sacó a bailar,
y como era tan liviana y graciosa ya no se separó de ella. Du-
rante la cena, el príncipe no probó bocado, pues sólo podía
contemplar a Cenicienta.