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“Eso es decir mucho. Demasiado”,
pensó Kori. No acertó a decir palabra.
Bati miraba hacia el campamento, que
reverberaba bajo el sol. Y de pronto co-
menzó a recitar el poema de Kori.
El joven poeta, leyendo aquellos ver-
sos en los labios del más venerado de los
poetas saharauis, sintió un nudo de
emoción en su garganta. Cuando sus la-
bios se cerraron y se extinguió el último
verso en el silencio de la mañana, Bati
preguntó, casi para sí mismo:
—¿De dónde pudo surgir una inspi-
ración tan honda, para escribir algo tan
hermoso?
Kori agachó la cabeza y trazó unas
letras en la arena. Después de un largo
silencio, dijo:
—No son mis versos. Yo sólo los es-
cribí. Me los recitó hace mucho tiempo
mi mejor amigo, justo antes de morir.
Yo los leí en sus labios como los leí ahora
en los tuyos.
Bati parecía conmovido, y acaricia-
ba sus labios con un dedo, pensativo. Al
cabo de un momento, Kori añadió:
—Nunca, nunca he tenido un amigo
igual. Fue ahí abajo, en el campo de los
sacrificios de los camellos, cuando yo
aún era un niño.
Bati lo entendió. “De modo —se
dijo— que lo que se cuenta como una
leyenda, es verdad”.
—Tu amigo se llamaba Caramelo,
¿verdad?
Kori asintió, en silencio, con la vista
perdida entre los corrales.
El poema de Kori se llamaba como
este libro,
Palabras de Caramelo.
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