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Era pulcra sin coquetería, durita, pe-
queña y nerviosa. La dolencia que nos
la llevó tuvo que luchar con ella treinta
años. No la abatió su amarga y larguí-
sima viudez, porque realizó el milagro
de seguir viviendo para el esposo. Era
muy brava: capaz de esperar a pie firme,
y durante varios años, el regreso de Uli-
ses
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—que andaba en sus bregas— sin
dejar enfriarse el hogar; capaz de seguir
a su Campeador por las batallas, o de
recogerlo ella misma en los hospitales de
sangre. Para socorrerlo y acompañarlo,
le aconteció cruzar montañas a caballo,
con una criatura por nacer, propia haza-
ña de nuestras invictas soldaderas.
Desarmaba nuestras timideces pue-
riles con uno que otro grito que yo lla-
maría de madre espartana,
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a no ser
porque lo sazonaba siempre el genio del
chiste y del buen humor. Pero también, a
la mexicana, le gustaba una que otra vez
hurgar en sus dolores con cierta sabidu-
ría resignada. Y yo hallo, en suma, que
de su corazón al mío ha corrido siempre
un común latido de sufrimiento.
1
Al terminar la guerra de Troya, Ulises —u Odiseo—
regresó a su casa. Fue un viaje largo, lleno de aventu-
ras, que Homero cuenta en la
Odisea
. La mujer de
Ulises, Penélope, supo esperarlo, siempre fiel.
2
De Esparta, ciudad griega de costumbres muy
severas.