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Pronto Alicia comenzó a tener alucina-
ciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo.
La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a
uno y otro lado del respaldo de la cama. Una
noche se quedó de repente con los ojos fi-
jos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus
narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán!, ¡Jordán! —clamó, rígida de
espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo
aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la al-
fombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, volvió en
sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola por media hora
temblando. Entre sus alucinaciones más por-
fiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en
ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Ha-
bía allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a
hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en
estupor mientras ellos la pulsaban, pasán-
dose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguie-
ron al comedor.