114
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró
sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico
de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a
deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almoha-
dón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efec-
tivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había
dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de
un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se
quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron
con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envol-
tura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta
dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose
las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las
plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un
animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba
tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.