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¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel
viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba ense-
guida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos, tal vez
horas; mientras que la sed que él tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca
del agua, la presentía más próxima, y los ojos se le iban más
allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre
los arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado:
tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, esta-
ba… la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió
llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente
un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la
mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aque-
lla boca, de una boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado.
¿No es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líqui-
do germinador de la vida? Miró la estatua desnuda.
Cerrando los ojos entreabrió los labios
y ferozmente los acercó al orificio de donde
chorreaba el agua. El primer sorbo fresco
bajó, deslizándose por el pecho hasta el es-
tómago.
Era la vida que volvía, y con ella se en-
charcó todo el interior arenoso hasta saciarse.
Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio
dos ojos que lo miraban fijamente. Era la
estatua de una mujer. Y era de su boca de
donde el agua salía.