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Efectivamente, era el mes de
mayo y con los aguaceros caídos no
hubo semilla silvestre ni brote que se
quedara bajo tierra sin salir al sol. Los
retoños de las ceibas eran pura caoba
transparente. El tronco del guayabo
soltaba, a espacios, la corteza, dejando
ver la carne limpia de la madera. Los
cañaverales no tenían una sola hoja
amarilla. Verde era todo, desde el suelo
al aire y un olor a vida subiendo de las
flores.
Natural que la muerte se tapara la
nariz. Lógico también que ni siquiera
mirara tanta rama llena de nidos, ni
tanta abeja con su flor. Pero, ¿quÉ
hacerse?, estaba la muerte de paso por
aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a andar
la muerte por los caminos hasta
llegar a casa de Francisca:
—Por favor, con Panchita
—dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano
—contestó una nieta de oro,
un poco temerosa aunque la
parca seguía con su trenza bajo
el sombrero y la mano en el
bolsillo.