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Maclovia le había dicho un día a su papá que por qué ellos
no desayunaban los domingos en el jardín. A don Carmelo,
que durante el resto de la semana atendía su botica en el centro
de la ciudad, le gustaba construir jaulas para pájaros todos los
domingos. Por eso le respondió a su hija:
—Deja de pensar en esas cosas. Hay que
desayunar como Dios manda: en la mesa
del comedor.
Cuando los Sánchez y Sánchez terminaban su desayuno
se metían a su casa, menos Joaquín, que se trepaba al pirul,
brincaba al techo de su amiga y se ponía a retozar y a jugar
con ella. A veces le llevaba un pan con miel de higo, que su
vecina devoraba hasta chuparse los dedos.
Entre muchas otras cosas, les daba por jugar a los anima-
les. El juego consistía en juntar todos los insectos y animalitos
que encontraran, entre más raros y feos mejor. Luego invitaban
a los hermanos de Quino a que conocieran su colección. En cajas
de distintos tamaños que habían reunido desde hacía tiempo,
iban poniendo cucarachas, gusanos, lagartijas, mayates, cara-
coles, grillos, montoncitos de hormigas, moscas y mosquitos,
tijerillas, arañas, mariposas y todos los demás ejemplares que
ellos no sabían ni cómo se llamaban.
Un día en que Maclovia iba a comprar el alpiste para los
pájaros, oyó el croar de un sapo. Lo buscó un rato hasta que
lo descubrió, a través de una reja, en medio de un jardín
que pertenecía a una señora gorda, chaparra y con un lunar
negro en la punta de la nariz. No sabía quién era, pero siempre
le había dado miedo. Por eso corrió a pedirle ayuda a Quino.