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Como era un niño valiente podría atrapar el sapo para
que los dos jugaran con él.
Al llegar Joaquín, se subió a un árbol, pegó un brinco a
la barda de piedra y bajó al jardín de la vieja gorda a través
de una jacaranda en flor. Cuando saltó al suelo, una lluvia de
florecitas azules le cubrió el pelo. Trató de concentrarse para
escuchar el croar del sapo, pero por más esfuerzos que hizo
no pudo oír nada. Pensó entonces que quizás se hubiera dor-
mido entre los arbustos. Se puso a buscarlo cuando, sin fijarse,
tropezó con un tronco, que se fue rodando hasta una mesa
llena de macetas.
Del otro lado de la barda, Maclovia escuchó el estruendo
del barro al chocar contra el suelo. Quino se quedó paralizado al
ver que la señora chaparra y gorda lo amenazaba y le apuntaba
con la punta negra de su nariz. Entonces empezó la corretiza.
Joaquín trepó la jacaranda, brincó a la barda, bajó por
el árbol y, tomando de la mano a Maclovia, corrió lo más que
pudo calle abajo. Doblaron en el jardín de la Unión, la gorda
dobló en el jardín de la Unión. Bajaron por Positos, la vieja
chaparra bajó por Positos. Cruzaron por la plaza de San
Roque, la señora cruzó por la plaza de San Roque con un palo
en la mano y gritando amenazas. Finalmente, pensaron que
lo mejor era ir hacia donde ellos vivían para esconderse en el
techo de la casa de Maclo. La gorda, cada vez más furiosa,
los seguía muy de cerca hasta que tuvo que detenerse para en-
trar con muchísimo cuidado por el callejón, ya que su panza
rozaba con las paredes de las casas. Aprovecharon para correr
más rápido. La vieja no pudo darles alcance.
—No tenemos sapo, pero hemos en-
gañado a la gorda —dijo Quino.
Entonces se dio cuenta de que toda-
vía apretaba la mano de Maclovia.