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Perico cuenta su mala mano en una peste
y cómo salió del pueblo
Con estas dos estupendas curaciones co-
menzó el vulgo a celebrarme a boca llena,
porque decían: “Pues los señores princi-
pales lo llaman, sin duda es un médico
de los que no hay”. Lo mejor era que tam-
bién los sujetos distinguidos se clavaron
y no me escasearon los elogios. A medida
de lo que crecía mi fama se aumentaban
mis monedas, y a proporción de lo que
éstas se aumentaban, crecían mi orgullo,
mi interés y mi soberbia.
Sin embargo de mi ignorancia, algunos enfermos sana-
ban por accidente, aunque eran más sin comparación los que
morían por mis mortales remedios. Con todo esto, no se ami-
noraba mi crédito porque los más que morían eran pobres,
porque ya había yo criado fama, y porque los que sanaban
alababan mi habilidad, y los que morían no podían quejarse
de mi ignorancia.
Llegó entonces a Tula un barbero que los principales ha-
bían solicitado, el maestro Apolinario, y cuando Andrés lo vio
trabajar, con más juicio que yo, un día lo fue a ver, le contó su
aventura y le pidió que lo tomara como aprendiz. Comprendí
que Andrés tenía razón: le pagué su salario, le regalé seis pesos
y lo dejé ir.
En esos días me llamaron de casa de un viejo reumático,
a quien di seis o siete purgas, le estafé veinticinco pesos y
lo dejé peor de lo que estaba. Lo mismo hice con otra vieja
hidrópica, a la que abrevié sus días con ruibarbo, maná y dos
libras de cebolla albarrana.