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Corrió la noticia y de todas partes
iban a consultarme. Por fortuna, los pri-
meros que me consultaron fueron de
aquellos que sanan aunque no se atiendan;
pero lo que me encumbró a los cuernos
de la luna fue una curación que le hice
al alcabalero, el encargado de cobrar
los impuestos.
Entramos a la recámara y vimos al enfermo con todos los
síntomas de un
apoplético
(que tiene apoplejía). Andrés le ligó
los brazos y le dio en las venas dos piquetes que parecían pu-
ñaladas; al cabo de haberse llenado dos porcelanas de sangre,
abrió los ojos el enfermo y comenzó a conocer a los circuns-
tantes y a hablarles. Inmediatamente hice que Andrés aflojara
las vendas y cerrara las heridas. Le receté su dieta para los
días siguientes. Todos me dieron las gracias y, al despedirme,
la señora me puso en la mano una onza de oro.
Me llamaron una noche para la casa
de don Ciriaco Redondo, el tendero
más rico, quien estaba acabado de có-
lico. Le hice mil preguntas, me informé
que era muy goloso. Mandé cocer malas
con jabón y miel. El triste enfermo bebió
la asquerosa poción y con eso tuvo para
volver la mitad de las entrañas, pero
se fatigó demasiado. Entonces hice que
Andrés llenara la jeringa y le mandé
franquear el trasero. Al cuarto de hora
hizo una evacuación copiosísima e in-
mediatamente se alivió. Me colmaron
de gracias, me dieron doce pesos, y yo
me fui a mi posada con Andrés.