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marcha, cuando se acercó a la puerta un muchacho a pedir
por Dios un bocadito. Al punto que lo vi, conocí que era An-
drés, el aprendiz del barbero. Yo le hice creer que me acababa
de fortuna, porque en México había más médicos que enfer-
mos. El pobre muchacho me contó lo mal que le había ido con
la vieja después de que me fui, y me rogó que lo llevara en mi
compañía; que nos fuéramos a Tula, donde no había médico.
A los dos días de llegar a Tula, luego que descansé, me
informé de quiénes eran los vecinos principales. A todos
envié recado, ofreciéndoles mis servicios, y los visité de noche
vestido de ceremonia, con capa y peluca. Para que me viera el
común del pueblo, el domingo me presenté en la iglesia y creo
que nadie oyó misa por mirarnos. Lo cierto es que no cesaban
de preguntar a Andrés quiénes éramos. Y él les decía:
—Este señor es mi amo. Se llama
el doctor don Pedro Sarmiento; soy su
mozo, me llamo Andrés Cascajo y soy
barbero, muy capaz de sacarle sangre a un
muerto y quitarle una muela a un león.