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No hace tanto tiempo el león rondaba las laderas del cerro. El
cerro estaba lleno de árboles y matorrales y bordeado de ca-
minitos, cañaverales, quebradas y terrenos vacíos. La neblina
bajaba la ladera junto con el león.
Entonces había una sola casa en el cerro. Una casa de baha-
reque rodeada de conucos de auyama, ocumo y plátanos. En
las mañanas, cuando la gente de la casa subía a buscar agua,
veían las huellas del león en la parte alta del cerro.
Cuando iban a la ciudad por el camino de tierra se paraban
a pescar sardinas en las quebradas.
Pasaron los años y llegó gente a vivir en el cerro. De Gua-
renas, Cúpira, Cumaná y los Andes; de cerca y de lejos llegó
la gente.
Construyeron sus casas. Nacieron niños que jugaban entre
los árboles, en las quebradas, en los terrenos vacíos.
El cerro comenzó a crecer hacia la ciudad y la ciudad co-
menzó a crecer hacia el cerro.
La carretera de tierra que llegaba de la ciudad se convirtió
en carretera de asfalto.
Y llegó más gente.
Las casas subieron hasta el tope del cerro, donde antes
aparecían las huellas del león. Las quebradas se volvieron
cloacas. Las veredas se llenaron de basura. El cerro se convirtió
en barrio.
Nacieron niños en el barrio que jugaban en los terrenos
vacíos, pero ya no entre los árboles ni en las quebradas.
La carretera se convirtió en autopista.
Los terrenos del valle se llenaron de edi-
ficios, y desaparecieron las flores. Todo
el cerro se cubrió de casas. Sólo quedaron
unos cuantos árboles.
Los niños no tenían dónde jugar.