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—De ello no te aflijas que no vengo a
llevarte. Mira mi capote qué viejo está, y
yo teniendo que correr por tan distintos
climas; temo que al pasar de uno cálido
a otro frío me sobrecoja una pulmonía
—tiritó la parca.
—¿Y quiere sin duda, mi señora, que
lo zurza? —le responde preparando dedal
y aguja.
—¿Qué no ves que este paño no con-
siente zurcido alguno? Mira —le dice
sacando algo de su vieja capa—: aquí
hay paño nuevo, ve si alcanza.
..
Y alcanzó para el nuevo capote, y hasta sobró para que
el sastre se hiciera un traje, sentándose a coser en una pie-
dra. Al terminar no supo qué hacer con su trabajo; ignoraba
dónde la Muerte andaba. Poco duró su duda porque al mo-
mento se le hizo presente, diciéndole:
—¡Bravo! Eres cumplido. Dime cuánto es
lo que te debo.
—Nada cobro, señora, a las personas que
yo aprecio.
—Sin embargo, todo trabajo merece re-
compensa: toma este bolso lleno de oro. Y eso
no es todo, pues quiero que al llegar a tu casa
seas doctor en Medicina —dijo la Muerte.
—¿Cómo podría serlo si no conozco la
O por lo redondo? —contestó el sastre sor-
prendido.
—De poco te asustas; hay algunos docto-
res que saben tan poco como tú o menos y
son muy afamados —replicó la parca. Serás
de los doctores el mejor.