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En su castillo, que no era castillo sino una casita muy chi-
quita, ahí tenía un jardín de rosas. Bueno, tampoco era un
jardín, sino un grupo de macetas apretujadas. Eso sí, en las
macetas había rosas.
Todo esto lo hacía porque los domingos por la tarde había
que salir a la plaza principal. Ahí muchas princesas, con sus
damas de compañía, salían a dar la vuelta.
Un domingo, en una de esas tantas vueltas a la plaza princi-
pal, se encontraron. ¿Quiénes? La princesa que soñaba con un
gran príncipe y el príncipe que tenía que trabajar para seguir
siendo príncipe.
La primera vez sólo se miraron. La segunda vez intercam-
biaron sonrisas. A la siguiente, una ligera inclinación de cabeza.
Y para la última vuelta de la tarde, el príncipe decidió acercársele
a la princesa:
—Buenas tardes, ¿cómo está usted?
—Pues yo bien, ¿y usted?
—Pues yo también.
—¿Dando la vuelta?
—Sí, ¿y usted?
—Pues yo también.
Por las mañanas, antes de irse a tra-
bajar, el príncipe regaba su jardín. Por las
noches, antes de irse a dormir, también.
Y los domingos, el príncipe se daba
un buen baño y hasta se perfumaba. Cor-
taba la mejor de sus rosas para ponérsela
en alguno de los muchos agujeros que te-
nía su capa. Una capa elegante, pero vieja.