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El príncipe preguntó: —¿Pero de dón-
de le viene tal creencia?
—Es cosa de la experiencia.
El príncipe rápidamente aclaró:
—La sola experiencia no hace a la cien-
cia. Y el amor es una ciencia.
—Mucha ciencia, mucha ciencia, pero el
amor también es inclemencia.
—Es una cosa de conciencia.
—También de inconsistencia.
—Para eso yo tengo un remedio —dijo
el príncipe.
—¿Cuál es?
—Pues la diaria presencia.
El príncipe tomó la rosa que traía consigo y se la dio a la
princesa. Hizo una reverencia y le dijo: —Aunque suene
a imprudencia, quiero hacerle una confidencia.
—¿Qué clase de confidencia es esa? —preguntó la princesa.
El príncipe le dijo: —Aunque suene a impertinencia, yo la
quiero para quererla con mucha querencia.
—Mire usted nada más, que impaciencia —le dijo la prince-
sa—. Pero fíjese usted que en este momento no quiero ser de
nadie la querencia.
El príncipe le preguntó que por qué tanta resistencia.
La princesa contestó:
—Yo sé lo que son las querencias. Toda querencia tiene
un principio y un final. Y después de la querencia viene la
ausencia.
Y la princesa dijo: —Ante tanta insistencia, creo que tendré
benevolencia.
El príncipe se puso muy contento, pero la princesa le dijo:
—Momento joven, momento; todavía está por verse si usted
es de mi conveniencia.