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—Pues claro que lo soy —dijo el príncipe
en voz baja.
—Y hay una cosa más —dijo la princesa.
—¿Qué más?
—Que mis padres den su anuencia.
—¿Que den su qué?
—Su anuencia.
La princesa le dijo que al día siguiente le tendría una res-
puesta. —Por ahora, discúlpeme, pero un estornudo está por
salírseme sin decencia.
El príncipe regresó esa noche muy contento a su castillo.
Regó su jardín y luego se acostó en su cama real.
Y esa noche, nomás no pudo dormir. Un poco porque
estaba contento y un mucho por los rechinidos reales de
su cama.
El príncipe quiso preguntar qué era eso de la anuencia,
pero mejor se quedó con su duda-dudencia. No fuera a ser
que a la princesa le entrara la decepción-decepcionencia. Por
eso mejor dijo:
—Si es así, pronto quiero hablar con su
excelencia—. Y en voz baja añadió:
—A lo mejor me regala tantita anuen-
cia, y pues entonces ya.
—Prudencia, joven, prudencia —dijo
la princesa.
—No conozco a ninguna Prudencia.
¿O así se llama la que viene por ahí?
—No, joven. Digo prudencia, que es
paciencia. O sea: calma, cálmex, calmantes
montes. En otras palabras: calmencia.
Y el príncipe contestó: —Muchas gracias
por la advertencia.