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Pero al día siguiente por la tarde, el
príncipe ya esperaba en la plaza con mu-
cha impaciencia. La princesa no aparecía.
Por fin, una de las damas de compa-
ñía se acercó al príncipe y le dijo: —La
princesa manda decir que tal vez sí.
El muchacho quiso preguntar algo
más, pero la dama de compañía se alejó
muy rápido de ahí.
Al día siguiente, toda la mañana se la pasó el príncipe co-
miendo ansias. Ya le andaba por saber qué le dirían esa tarde.
Nuevamente fue a la plaza y ahora tuvo que esperar un rato
enorme antes de que apareciera una de las damas de compañía.
—Anda, pronto, di qué cosa manda decir mi princesa.
La dama de compañía lo miró un momento y luego le dijo:
—Ella dice que tal vez no.
—¿Entonces, no? —preguntó el príncipe con mucho de-
saliento.
—No —dijo la dama—. No confundas. Ella no dijo que
no. Nada más dijo que tal vez no. Y tal vez no, no es igual a
decir que no. No es no. Y tal vez no es tal vez no.
—Ah —dijo el príncipe, que tal vez no había entendido.
(O tal vez sí. Quién sabe.)
Al día siguiente el príncipe se volvió a presentar en la plaza.
Pero esta vez no vino nadie. No hubo mensaje.
Lo mismo pasó al otro día y al otro.
Llegó el domingo y el príncipe volvió a ponerse su mejor
rosa en uno de los agujeros de la capa. Salió a la plaza y dio sus
vueltas mirando a cada princesa que pasaba a su lado.
Y es que creo que se me olvidaba decir que en la plaza las
princesas giran en un sentido y los príncipes giran al contrario.
Por eso sus miradas pueden cruzarse.