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azotó repetidas veces en el colchón con todo el cuerpo. Me
había convencido de que, si yo llegaba a denunciarla, ella saldría
de la pared para castigarme.
Cuando se cansaba de maltratarme o se le agotaba la ima-
ginación, me enviaba un rato con otra criada:
—Busca a Petra y dile que te dé un poquito de tenmeacá
—lo cual era para mí un alivio.
Doña Margarita Guerrero, tan asidua
de mi casa como cualquier persona de la
familia, percibió algo de lo que pasaba y
previno a mi madre. Ésta comenzó por
interrogar a mi hermana Otilia. Pero,
no contenta, me llamó a solas. Yo, en vez
de contestar a sus preguntas, me limitaba
a ver la pared con ojos espantados.
—¿Qué estás viendo en la pared?
—me preguntó ella.
—Que, si te digo la verdad, Carmen
sale por la pared y me castiga.
Mi madre, naturalmente, no necesitó saber más. Me envió
de visita a casa Guerrero. Cuando volví al anochecer, ya no ha-
bía Carmen a la vista, y yo me eché a correr de un lado a otro
como potrillo que recobra su libertad.
Vale la pena que yo cuente cuál era mi peor tormento.
De noche, cuando yo ya estaba dormido, me despertaba a
sacudones y a gritos. Yo abría los ojos y me encontraba con
Carmen, que me estaba amenazando de muy cerca con un cuchi-
llo de zapatero. Iba a gritar a mi vez, pero ella me tapaba la
boca y me decía:
—No grites, porque te come esa vieja que está ahí.
Y, en efecto, pegada a la vidriera que daba sobre el corredor,
yo veía la cara de una espantosa medusa, desgreñada, des-
dentada y horrenda, que me miraba con unos ojos de lumbre