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y tenía una risa de mordisco. Probablemente Carmen se había
conseguido alguna estampa, y probablemente mi pavor con-
tribuía a aumentar la apariencia de realidad. Yo me escondía
bajo las mantas, enajenado de horror y tembloroso.
—Ya verás, ya verás: es que te estoy curando de espanto
—me decía ella con voz meliflua, como de miel.
Hay, en la familia materna, un personaje que me deslumbra.
Vivía en las islas Oceánicas, con centro principal en Manila.
O los tenía por derecho propio, o había adquirido los rasgos
de aquellos pueblos, a tanto respirar su aire y beber su agua,
como diría Hipócrates (un médico griego). Desde luego, tar-
tamudeaba en lengua española; y los ojos vivos y oblicuos le
echaban chispas las raras veces que llegaba a encolerizarse.
Traficaba en artes exóticas. Traía hasta Jalisco ricos car-
gamentos de sedas, burato y muaré; chales, mantones, telas
bordadas que apenas alzaban entre sus cuatro esclavos, y
gasas transparentes urdidas con la misma levedad de los sue-
ños, cendales de la luna.
Un esclavo lo bañaba y le untaba extraños bálsamos, otro
le tejía y trenzaba los cabellos, el tercero lo seguía con un pa-
rasol, el cuarto le llevaba a casa de mi abuela Josefa —creo que
era su abuelo— la butaca de madera preciosa.
Andaba como los potentados chinos,
echando la barriga y contoneándose, para
ocupar el mayor sitio y obligar a la gente
humilde a estrecharse y escurrirse a su
lado. Usaba botas federicas y calzón sin
bragueta, abierto en los flancos. Le gusta-
ba sentirse insólito; y como era filósofo,
dejaba que se le burlaran los mucha-
chos, mi madre entre ellos.
Otra historia de parientes es
Familias
familiares
, en la que el papá se opera
para prevenir enfermedades que aún no
tiene y la mamá necesita un mapa para
no perderse en su casa. La encontrarás
en tu Biblioteca Escolar.