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como nunca lo sorprendí postrado; co-
mo era del buen pedernal que no suelta
astillas sino destellos, me figuro que debo
a él cuanto hay en mí de Juan-que-ríe. A
mi madre, en cambio, creo que le debo
el Juan-que-llora y cierta delectación mo-
rosa en la tristeza.
No fue una mujer plañidera, lejos de
eso; pero, en la pareja, sólo ella represen-
ta para mí el don de lágrimas. El llanto, lo
que por verdadero llanto se entiende, no
era lo suyo. Apenas se le humedecían
un poco las mejillas. Su misma lucidez la
hacía humorística y zumbona. Su ter-
nura no se consentía nunca ternezas
excesivas. Y ni durante los últimos años,
en que padeció tan cruel enfermedad,
aceptaba la compasión.
Estaba cortada al modelo de la anti-
gua “ama” (señora de la casa) castellana.
Hacendosa, administradora, providente,
señora del telar y el granero, iba de la
cocina a las caballerizas con un trotecito
a lo indio, y por todas partes oíamos el
tintineo de sus llaves como una presen-
cia vigilante.
Con la mayor naturalidad del mun-
do, sin perder su agilidad ni sus líneas
sobrias, tuvo cinco hijos y siete hijas,
entre los cuales me tocó el noveno lugar:
Bernardo, Rodolfo, María, Roberto,
Aurelia, Amalia, Eloísa, Otilia, Alfonso,
Lupe, Eva y Alejandro.