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Y hasta la sed había empezado: jugar
con el grupo, hablar a voz en cuello, más
fuerte que el ruido del motor, reír, gritar,
pensar, sentir… ¡Caray! Cómo se secaba
la garganta.
Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso
fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la
tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin
embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más
grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había
tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba
todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.