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Después de eso, mi maestro deci-
dió cerrar la escuela y cada quien en
su casa, todos contamos lo que había
pasado. Mi padre tuvo que buscarme
un nuevo maestro. Cinco días después
me llevó a una escuela y me dejó bajo su
espantosa tiranía. Mi nuevo maestro era
alto, seco, medio canoso y muy bilioso.
Estaba convencido de que la letra con
sangre entra, y raro era el día en que no
nos azotara.
¡Qué no hizo mi madre, movida por
mis quejas, para convencer a mi padre
de que me cambiara de escuela! Pero él
se mostró inflexible, convencido de que
todo se debía a lo consentido que yo
estaba. Hasta que un día fue a la casa,
de visita, un religioso que ya sabía cómo
se las gastaba el famoso maestro, y con-
tó tales cosas que mi padre terminó por
convencerse y decidió ponerme en otra
escuela.
¡Cuál fue mi sorpresa cuando la vi! Era muy amplia y lim-
pia, llena de luz y bien ventilada. Dos años estuve allí, al cabo
de los cuales medio sabía leer, escribir y contar.
Cuando terminé la escuela, mis padres me dejaron des-
cansar unos días, y luego comenzaron a ver qué sería de mi
vida. Mi padre se sentía viejo y pobre y quería que yo tuviera
un oficio; decía que más valía que yo fuera un mal oficial que un
buen vagabundo.