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El señor tragó saliva y no se movió durante un buen
rato. Todavía tembloroso entró a su casa, donde se
quedó dormido; a mediodía su señora lo despertó:
—Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás
pálido.
—Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude
ir a la parcela —dijo el señor y le contó lo del caballo
aparecido.
Al escuchar a su marido, la señora se persignó por-
que le dio mucho miedo y al ver que se dirigía hacia
afuera le dijo:
—¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo!
El señor no le hizo caso, se subió a la troca y se fue.
Al llegar, dio unos pasos y se paró bajo un árbol fron-
doso. Caían a lo lejos los últimos rayos del sol, cuando
a su espalda escuchó las pisadas de un animal que se
acercaba. Al voltear, descubrió a un enorme caballo
blanco frente a él. Lo montaba un jinete vestido de cha-
rro, quien dejó al viejo quieto del miedo, pues su cuerpo
terminaba en los hombros: ¡no tenía cabeza!
—¿Quién eres? —preguntó armándose de valor—
¿para qué me quieres?
No hubo respuesta. El señor empezó a sudar, que-
ría moverse y no podía: ver al jinete sin cabeza lo
había paralizado. Entre las ramas del árbol sólo se oía