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—Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades
hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, que-
remos tomar aquí providencias. A ustedes —y Sacramento
recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante
quien presidía—, que nos prometen ayudarnos, les pedimos
su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de
las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por
nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El
presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten
al fin.
—Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible pe-
tición.
—No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este
asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han
desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia
hiciera justicia; ellos ya no creerían nunca más en nosotros. Pre-
fiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva,
pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me
toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
—Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos
hacerlas a un lado.
—Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
—¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denun-
cian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido
a ellos; si a nos otros nos hubieran causado menos daños que
los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubié-
ramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se
someta a votación la propuesta.
—Yo pienso como usted, compañero.
—Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar
la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una
petición como ésta.