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—Miren a la hermosa princesa de las ce-
nizas: ¡La Cenicienta! —decían burlándose
de ella.
La muchacha lo soportaba todo y no se
quejaba. Cuando terminaba sus tareas, iba a
la tumba de su madre y regaba el tallo de
almendro que ya había echado raíces y mos-
traba las primeras flores.
Ocurrió entonces que el rey decidió dar un baile e invitar
a todas las doncellas del país para que su hijo buscara novia
entre ellas.
Las dos hermanas se pusieron felices y, de inmediato, se
mandaron a hacer vestidos y zapatos de los más finos. No
podían comer de la emoción y no hacían otra cosa que hablar
del baile y mirarse al espejo. El día de la fiesta, le pidieron
a Cenicienta que las peinara con dos filas de bucles, que les
abrochara sus vestidos y que les pusiera sus collares y pulseras.
Cenicienta las ayudó en todo y, cuando estaban casi listas,
se atrevió a preguntarles si acaso ella también podría ir al baile.
—¿Tú, Cenicienta? —dijo una—. Es-
tas llena de polvo y cenizas, ¿y quieres ir
al palacio del rey?
—No tienes ropa ni zapatos, ¿y quie-
res bailar? —dijo la otra.
—De ninguna manera —dijo la ma-
drastra—. Nos avergonzarías a todas.
Y partieron.