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adelgazara. Tuvo un ligero ataque de in-
fluenza que se arrastró insidiosamente
días y días; Alicia no se reponía nunca.
Al fin una tarde pudo salir al jardín apo-
yada en el brazo de su marido. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó muy
lento la mano por la cabeza, y Alicia rom-
pió enseguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello.
Lloró largamente, todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor
caricia de Jordán. Luego los sollozos fue-
ron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni
pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día si-
guiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó
con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle—. Tiene
una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada…
Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta.
Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamen-
te inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visi-
blemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que
se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi
en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dor-
mitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.